Hay muchas personas que conocí de las que me gustaría escribir. Mucha gente que es un
ejemplo de lo que significa entregar todo lo que uno tiene para ayudar a otras
personas, gente que representa toda la maldad que puede abrigar este mundo, gente digna de ser recordada, gente que muere en el olvido. Son tantas personas de las que quisiera escribir, que sus historias bien podrían convertirse en una
especie de terapia para exorcizar culpas o remordimientos. Debo decir que cada acto, cada
palabra, cada fragmento de sus vidas, ha dejado una huella imperturbable en mi
memoria. El doctor Núñez era una de esas personas.
Cuando bordeaba los treinta, Núñez era
un hematólogo con un futuro prometedor en su país. Recién casado, con un hijo
de dos años y una jefatura en la clínica donde trabajaba. Supongo que Núñez era algo así
como el hombre modelo de una sociedad modelo. Quizá eso lo llevó a las reuniones
de directorio donde los almuerzos terminaban en brindis por el éxito y el
futuro prometedor. De todo eso, a los vasos de whisky o vodka al mediodía y al cerrar la noche, sólo había un
paso de diferencia y él lo dio. Luego, la tensión y los problemas propios del
trabajo lo empujaron a prolongadas noches de cerveza y ron, amigos ocasionales,
una que otra amante, y el mundo perfecto se fue esfumando de su vida hasta que
un día se encontró sin trabajo, bebiendo a las diez de la mañana y comprando
cocaína para tragar sin culpas el maldito día que recién comenzaba. Núñez transitó esa oscura
senda sin recuerdos ni remordimientos, hasta que las drogas le arrebataron lo poco de dignidad que le quedaba. Para
cuando su esposa lo dejó, su hija de un año no lo conocía, y su hijo mayor solía
decirle a sus amigos que su padre había muerto en otro país. Así se le fueron
otros dos años de vida. Una tarde, alguien lo recogió de un basural y lo llevó a
un centro de rehabilitación. De eso ya han pasado casi quince años. Cuando lo conocí, Núñez bordeaba
los cincuenta años y había recuperado algunos trozos de la vida que destruyó
pacientemente. Se había reintegrado a la medicina, y no lo pensó dos veces cuando le
ofrecieron viajar al otro lado del mundo para ayudar a miles de personas que
viven en medio del miedo, el hambre y casi todas las enfermedades que
existen en el planeta.
Cuando llegué a Haití, Núñez fue la primera persona con
la que hablé. Mi primer guía, mi primer entrevistado. Mi primer amigo
en ese lugar. La tarde que se averió el jeep que nos trasladaba a otro punto de
control, caminamos durante tres horas, a casi cuarenta grados de temperatura, para poder llegar. En el camino nos
robaron todo el equipo que traíamos, incluyendo las cámaras fotográficas y las
botellas con agua. Esta gente lo ha perdido todo, me dijo. Después me contó
fragmentos de su vida como si se tratase de una lección para no olvidar.
También me confesó que lloró en silencio y con amargura, cuando supo que su esposa se había vuelto a casar,
y cinco días después me contó que también había llorado de felicidad cuando supo que sus hijos aprendieron a decirle papá sin rencor alguno. Al escribir estas líneas, vuelvo a recordar las charlas con mi amigo Núñez, y la alegría que sentí al saber que sus hijos
habían perdonado el pasado y podían decirle nuevamente papá. Cuando me dió esa noticia, bebimos una cerveza en medio de jugadores de dominó y fue una de las pocas
veces en las que olvidé la distancia que me separaba del hogar
Dos días antes que me vaya de Haití, lo enviaron a otra ciudad para sustituir a un médico que
había caído enfermo. Nos veremos cuando nos veamos, le dije. No antes,
respondió. Cuando guardé todas mis cosas,
encontré un libro que le había prestado y que había dejado dentro del morral
que usaba cuando salía de comisión. Fue hasta que llegué casa que descubrí que en la
última página me había dejado una breve nota. "Lo peor que le puede
ocurrir a una persona es que la mierda del mundo le arrebate su condición de
ser un ser humano, pero eso es algo que nunca te sucederá, porque tu corazón te hace
inmune".Esa breve nota me ha acompañado durante mucho tiempo, como recordándome las charlas con mi amigo, y la maldad y miseria que descubrí en un país que aún hoy, se parece mucho al mio. Cuando tenía pesadillas, Núñez me decía que toda la crueldad y el dolor humano que había
visto, se reflejaban en mi propia maldad. Nunca pude entender su teoría, y
mi pobre amigo tampoco me la pudo explicar, pese a que se lo pregunté varias
veces en persona, y una sola vez mediante una carta que no respondió.
Cuatro años después de conocerlo, me enteré que Núñez había muerto agonizando de fiebres palúdicas en
algún lugar del Caribe que tanto amaba.
El reflejo de mi propia maldad
decía Núñez. Tal vez sea que el daño que causamos,
o el dolor del que somos testigos y preferimos simplemente ignorar, nos
persigue como una inmensa cadena de malos recuerdos, perpetuando el estigma de maldad que acompaña a la humanidad. No quisiera recordar a mi amigo con tristeza, y mucho menos con lástima. Núñez murió sabiendo que había recuperado con creces todo aquello que un día perdió.
Nos veremos cuando nos veamos...
excelente
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