Hace frío en Lima, y el hotel
está lleno de gente que va de un lado para el otro. En una sala tapizada con
una alfombra de colores imposibles, está sentado Carlos Vilagrán. Kiko. Aquel
actor que una vez se metió en la piel de un niño
insoportablemente torpe, engreído y egoísta. En el niño que todos conocimos en
el barrio, en ese que siempre tenía los mejores juguetes y que nunca quería
compartir. Pero Carlos Villagrán ya no es Kiko. La amargura de tantas
peleas por el personaje que le dio la fama, lo ha cansado hasta dejarlo con su
verdadero rostro. El de un hombre que ya no puede desprenderse de su álter ego.
Carlos Villagrán responde a las mismas preguntas que viene respondiendo desde
hace casi 30 años, siempre sin inmutarse, siempre sonriente, siempre con los cachetes a medio inflar. Siempre cansado.
Que si doña Florinda tuvo la culpa de su salida de la vecindad, que si odia a
Chespirito, que cuando se retira. Toma un poco de agua y sigue respondiendo. Sólo
cuando habla de Don Ramón deja escapar un poco de sus emociones verdaderas,
pero después vuelve a ser el mismo. Me recuerda a esos niños que envejecen
prematuramente y se mantienen de buen humor. Arrugados como árboles humanos
bonachones, en cuyos ojos brilla una juventud que se apaga lentamente. Así veo
a Kiko.
Una asistente me dice que lo
puedo entrevistar en una sala contigua. Sólo me dan diez minutos porque hay
otras personas esperando por lo mismo. Repaso algunas preguntas mentalmente y
me abren la puerta. De repente me pongo nervioso. Es que voy a hablar con Kiko.
Recuerdo las tardes de mi niñez viendo el Chavo del 8, y no puedo evitar sentir
nostalgia. Lo vuelvo a ver llorando en su esquina, gritando “chusma, chusma”,
atormentando a Don Ramón. Por un instante vuelvo a ver al Kiko de hace 30 años,
pero me doy de golpe con la realidad. Kiko es un señor de casi 70 años, sentado
en una salita y tomando una infusión. ¿Cómo estás mano? Me dice. Nos saludamos y ya no sé qué decirle. ¿Todo bien? Pregunta. Si, le digo ¿Qué es lo
más difícil se ser Kiko? Toma un poco de su infusión y me mira un poco
incrédulo. Tal vez eso no está en su libreto, o tal vez sí, pero no lo
recuerda. Es que le han preguntado todo. El niño-viejo comienza a hablarme de
la vecindad, de que todo se jodió por los celos profesionales, de Chespirito,
de los cachetes inflados y del llanto que nadie puede imitar. Eso ya lo
respondió hace décadas. Me dice que le alegra que la Chilindrina haya ganado un
juicio por el uso de su personaje y se pierde en sus disertaciones. Dice que Kiko
se va a retirar, que dirá adiós para no volver y yo le creo. Kiko ya debe estar
cansado también, cansado de jugar a ser adulto, de ser Carlos Villagrán.
Cansando de que le pregunten por esa vecindad que ya no recuerda tan bien.
Seguimos conversando y pienso que tal vez Carlos Villagrán quiere mandarnos a
todos a la mierda. Que quiere decir que ya odia hacer la misma voz, la
lloradita, los falsos berrinches y de pedir la pelota cuadrada. No escucho lo
que dice en realidad. Me parece que detrás de sus palabras hay un deseo
imposible de cumplir. Quiere volver a tener la libertad de crear otro personaje,
pero Kiko no lo deja. La gente que le habla de Kiko tampoco. Tiene más de 40
años poniéndose el traje de marinerito y hablando con los cachetes inflados,
eso acaba con la paciencia de cualquiera. Carlos Villagrán sonríe de nuevo y su
asistente me dice que me tengo que ir. Kiko me mira con ojos cansados, sabe que
le esperan más entrevistas y que tiene que repetir todo de nuevo. Se traga las
ganas de mandarnos a la mierda, toma un poco de infusión. Vuelve a ser Carlos
Villagrán. Se para, me da la mano, estira la piernas y habla como Kiko. Tener
dos personalidades acaba con cualquiera.