viernes, 26 de julio de 2013

Kiko, el niño que envejeció demasiado


Hace frío en Lima, y el hotel está lleno de gente que va de un lado para el otro. En una sala tapizada con una alfombra de colores imposibles, está sentado Carlos Vilagrán. Kiko. Aquel actor que una vez se metió en la piel de un niño insoportablemente torpe, engreído y egoísta. En el niño que todos conocimos en el barrio, en ese que siempre tenía los mejores juguetes y que nunca quería compartir. Pero Carlos Villagrán ya no es Kiko. La amargura de tantas peleas por el personaje que le dio la fama, lo ha cansado hasta dejarlo con su verdadero rostro. El de un hombre que ya no puede desprenderse de su álter ego. Carlos Villagrán responde a las mismas preguntas que viene respondiendo desde hace casi 30 años, siempre sin inmutarse, siempre sonriente, siempre con los cachetes a medio inflar. Siempre cansado. Que si doña Florinda tuvo la culpa de su salida de la vecindad, que si odia a Chespirito, que cuando se retira. Toma un poco de agua y sigue respondiendo. Sólo cuando habla de Don Ramón deja escapar un poco de sus emociones verdaderas, pero después vuelve a ser el mismo. Me recuerda a esos niños que envejecen prematuramente y se mantienen de buen humor. Arrugados como árboles humanos bonachones, en cuyos ojos brilla una juventud que se apaga lentamente. Así veo a Kiko.

Una asistente me dice que lo puedo entrevistar en una sala contigua. Sólo me dan diez minutos porque hay otras personas esperando por lo mismo. Repaso algunas preguntas mentalmente y me abren la puerta. De repente me pongo nervioso. Es que voy a hablar con Kiko. Recuerdo las tardes de mi niñez viendo el Chavo del 8, y no puedo evitar sentir nostalgia. Lo vuelvo a ver llorando en su esquina, gritando “chusma, chusma”, atormentando a Don Ramón. Por un instante vuelvo a ver al Kiko de hace 30 años, pero me doy de golpe con la realidad. Kiko es un señor de casi 70 años, sentado en una salita y tomando una infusión. ¿Cómo estás mano? Me dice. Nos saludamos y ya no sé qué decirle. ¿Todo bien? Pregunta. Si, le digo ¿Qué es lo más difícil se ser Kiko? Toma un poco de su infusión y me mira un poco incrédulo. Tal vez eso no está en su libreto, o tal vez sí, pero no lo recuerda. Es que le han preguntado todo. El niño-viejo comienza a hablarme de la vecindad, de que todo se jodió por los celos profesionales, de Chespirito, de los cachetes inflados y del llanto que nadie puede imitar. Eso ya lo respondió hace décadas. Me dice que le alegra que la Chilindrina haya ganado un juicio por el uso de su personaje y se pierde en sus disertaciones. Dice que Kiko se va a retirar, que dirá adiós para no volver y yo le creo. Kiko ya debe estar cansado también, cansado de jugar a ser adulto, de ser Carlos Villagrán. Cansando de que le pregunten por esa vecindad que ya no recuerda tan bien. Seguimos conversando y pienso que tal vez Carlos Villagrán quiere mandarnos a todos a la mierda. Que quiere decir que ya odia hacer la misma voz, la lloradita, los falsos berrinches y de pedir la pelota cuadrada. No escucho lo que dice en realidad. Me parece que detrás de sus palabras hay un deseo imposible de cumplir. Quiere volver a tener la libertad de crear otro personaje, pero Kiko no lo deja. La gente que le habla de Kiko tampoco. Tiene más de 40 años poniéndose el traje de marinerito y hablando con los cachetes inflados, eso acaba con la paciencia de cualquiera. Carlos Villagrán sonríe de nuevo y su asistente me dice que me tengo que ir. Kiko me mira con ojos cansados, sabe que le esperan más entrevistas y que tiene que repetir todo de nuevo. Se traga las ganas de mandarnos a la mierda, toma un poco de infusión. Vuelve a ser Carlos Villagrán. Se para, me da la mano, estira la piernas y habla como Kiko. Tener dos personalidades acaba con cualquiera.


viernes, 12 de abril de 2013

Dr. Núñez


Hay muchas personas que conocí de las que me gustaría escribir. Mucha gente que es un ejemplo de lo que significa entregar todo lo que uno tiene para ayudar a otras personas, gente que representa toda la maldad que puede abrigar este mundo, gente digna de ser recordada, gente que muere en el olvido. Son tantas personas de las que quisiera escribir, que sus historias bien podrían convertirse en una especie de terapia para exorcizar culpas o remordimientos. Debo decir que cada acto, cada palabra, cada fragmento de sus vidas, ha dejado una huella imperturbable en mi memoria. El doctor Núñez era una de esas personas.


Cuando bordeaba los treinta, Núñez era un hematólogo con un futuro prometedor en su país. Recién casado, con un hijo de dos años y una jefatura en la clínica donde trabajaba. Supongo que Núñez era algo así como el hombre modelo de una sociedad modelo. Quizá eso lo llevó a las reuniones de directorio donde los almuerzos terminaban en brindis por el éxito y el futuro prometedor. De todo eso, a los vasos de whisky o vodka al mediodía y al cerrar la noche, sólo había un paso de diferencia y él lo dio. Luego, la tensión y los problemas propios del trabajo lo empujaron a prolongadas noches de cerveza y ron, amigos ocasionales, una que otra amante, y el mundo perfecto se fue esfumando de su vida hasta que un día se encontró sin trabajo, bebiendo a las diez de la mañana y comprando cocaína para tragar sin culpas el maldito día que recién comenzaba. Núñez transitó esa oscura senda sin recuerdos ni remordimientos, hasta que las drogas le arrebataron lo poco de dignidad que le quedaba. Para cuando su esposa lo dejó, su hija de un año no lo conocía, y su hijo mayor solía decirle a sus amigos que su padre había muerto en otro país. Así se le fueron otros dos años de vida. Una tarde, alguien lo recogió de un basural y lo llevó a un centro de rehabilitación. De eso ya han pasado casi quince años. Cuando lo conocí, Núñez bordeaba los cincuenta años y había recuperado algunos trozos de la vida que destruyó pacientemente. Se había reintegrado a la medicina, y no lo pensó dos veces cuando le ofrecieron viajar al otro lado del mundo para ayudar a miles de personas que viven en medio del miedo, el hambre y casi todas las enfermedades que existen en el planeta.


Cuando llegué a Haití, Núñez fue la primera persona con la que hablé. Mi primer guía, mi primer entrevistado. Mi primer amigo en ese lugar. La tarde que se averió el jeep que nos trasladaba a otro punto de control, caminamos durante tres horas, a casi cuarenta grados de temperatura, para poder llegar. En el camino nos robaron todo el equipo que traíamos, incluyendo las cámaras fotográficas y las botellas con agua. Esta gente lo ha perdido todo, me dijo. Después me contó fragmentos de su vida como si se tratase de una lección para no olvidar. También me confesó que lloró en silencio y con amargura, cuando supo que su esposa se había vuelto a casar, y cinco días después me contó que también había llorado de felicidad cuando supo que sus hijos aprendieron a decirle papá sin rencor alguno. Al escribir estas líneas, vuelvo a recordar las charlas con mi amigo Núñez, y la alegría que sentí al saber que sus hijos habían perdonado el pasado y podían decirle nuevamente papá. Cuando me dió esa noticia, bebimos una cerveza en medio de jugadores de dominó y fue una de las pocas veces en las que olvidé la distancia que me separaba del hogar


Dos días antes que me vaya de Haití, lo enviaron a otra ciudad para sustituir a un médico que había caído enfermo. Nos veremos cuando nos veamos, le dije. No antes, respondió. Cuando guardé todas mis cosas, encontré un libro que le había prestado y que había dejado dentro del morral que usaba cuando salía de comisión. Fue hasta que llegué casa que descubrí que en la última página me había dejado una breve nota. "Lo peor que le puede ocurrir a una persona es que la mierda del mundo le arrebate su condición de ser un ser humano, pero eso es algo que nunca te sucederá, porque tu corazón te hace inmune".Esa breve nota me ha acompañado durante mucho tiempo, como recordándome las charlas con mi amigo, y la maldad y miseria que descubrí en un país que aún hoy, se parece mucho al mio. Cuando tenía pesadillas, Núñez me decía que toda la crueldad y el dolor humano que había visto, se reflejaban en mi propia maldad. Nunca pude entender su teoría, y mi pobre amigo tampoco me la pudo explicar, pese a que se lo pregunté varias veces en persona, y una sola vez mediante una carta que no respondió. Cuatro años después de conocerlo, me enteré que Núñez había muerto agonizando de fiebres palúdicas en algún lugar del Caribe que tanto amaba.


El reflejo de mi propia maldad decía Núñez. Tal vez sea que el daño que causamos, o el dolor del que somos testigos y preferimos simplemente ignorar, nos persigue como una inmensa cadena de malos recuerdos, perpetuando el estigma de maldad que acompaña a la humanidad. No quisiera recordar a mi amigo con tristeza, y mucho menos con lástima. Núñez murió sabiendo que había recuperado con creces todo aquello que un día perdió. 

Nos veremos cuando nos veamos...